domingo, 20 de mayo de 2012

Blue is the colour.

El cielo de Europa por fin fue azul. En 2003, Roman llegó cargado de millones a la butaca de la presidencia del club. Una multimillonaria operación le hacía tomar las riendas de un relativamente modesto equipo inglés, que después de una época dorada hacía décadas, volvía en los comienzos del nuevo siglo a codearse con los grande del país. Fue entonces cuando el magnate ruso tiró de cartera y se propuso llevar al conjunto a la cima del Viejo Continente. Ayer, nueve años y muchos euros después, lo consiguió.

Es cierto que no han desplegado el fútbol más vistoso del campeonato. Pero ha sido indudablemente efectivo. La seriedad en defensa ha sido probablemente su segunda mejor arma. La primera es africana, infalible, con un porte que asusta al enemigo y genialmente calibrada. Se llama Didier, se apellida Drogba. Y ayer volvió a demostrar que es una de las grandes figuras de la época. Es uno de esos curiosos casos en los que sólo cabe la admiración. El jugador de Costa de Marfil es la mejor definición de un nueve puro. Si ya había cuajado excelentes partidos esta campaña, ayer, los ojos de toda Europa en lugar de pesarle, le dieron alas.


El Bayern tenía probablemente el cartel de favorito. Jugaba la final en casa (se mantiene la maldición) y su fútbol había arrancado más pasiones que el austero método londinense. Los alemanes acometieron la meta del portero checo sin demasiado peligro, previsibles y sin grandes acciones creativas. Las embestidas fueron constantes, pero tímidas. No obstante, ya sabemos lo que le pasa al cántaro de tanto ir a la fuente. Un fallo de Peter Cech a menos de 10 minutos del final del partido parecía proclamar a Müller como ídolo local. No había tiempo para mucho más, el resultado era posiblemente el justo y la Copa se quedaba en casa. Pero el elefante marfileño no había dicho aún su última palabra.

Corría el minuto 88, la grada era una auténtica fiesta bávara. Entonces, el tiempo pareció congelarse. Juanín Mata, haciendo de David Beckham, resucitó de camino al córner los fantasmas del Camp Nou. Hablo de aquella mítica final del 99 que se nos vino a todos a la cabeza. Tocará darle un homenaje esta semana. Los corazones alemanes se ralentizaron unos instantes mientras el balón llegaba al área, y entonces, Él, los detuvo de golpe. Hacía las tablas con un elegante testarazo. Y sembraba el pánico. Habían vuelto a tener el título en las manos y un córner con el tiempo prácticamente agotado les había vuelto a helar el cuerpo.



En la prórroga, un penalty parecía poner el título en las botas de Arjen Robben, pero acabó en las manos de Cech. Los germanos perdonaron. Y no hace falta que explique que ocurre en estos casos. Llegó la lotería, la tanda desde los Once metros. El Bayern se puso por delante pero las cosas acabaron por igualarse hasta quedar a merced del gigante del partido. Apenas dio dos pasos atrás, miró fijamente a la gloria a los ojos, y no le tembló la pierna para ponerla pegadita al palo. La frialdad de un genio. Anoche, alguien cruzó la gruesa línea que separa a un gran futbolista de una leyenda del fútbol.




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