Es cierto que no han desplegado el fútbol más vistoso del campeonato. Pero ha sido indudablemente efectivo. La seriedad en defensa ha sido probablemente su segunda mejor arma. La primera es africana, infalible, con un porte que asusta al enemigo y genialmente calibrada. Se llama Didier, se apellida Drogba. Y ayer volvió a demostrar que es una de las grandes figuras de la época. Es uno de esos curiosos casos en los que sólo cabe la admiración. El jugador de Costa de Marfil es la mejor definición de un nueve puro. Si ya había cuajado excelentes partidos esta campaña, ayer, los ojos de toda Europa en lugar de pesarle, le dieron alas.
El Bayern tenía probablemente el cartel de favorito. Jugaba la final en casa (se mantiene la maldición) y su fútbol había arrancado más pasiones que el austero método londinense. Los alemanes acometieron la meta del portero checo sin demasiado peligro, previsibles y sin grandes acciones creativas. Las embestidas fueron constantes, pero tímidas. No obstante, ya sabemos lo que le pasa al cántaro de tanto ir a la fuente. Un fallo de Peter Cech a menos de 10 minutos del final del partido parecía proclamar a Müller como ídolo local. No había tiempo para mucho más, el resultado era posiblemente el justo y la Copa se quedaba en casa. Pero el elefante marfileño no había dicho aún su última palabra.
En la prórroga, un penalty parecía poner el título en las botas de Arjen Robben, pero acabó en las manos de Cech. Los germanos perdonaron. Y no hace falta que explique que ocurre en estos casos. Llegó la lotería, la tanda desde los Once metros. El Bayern se puso por delante pero las cosas acabaron por igualarse hasta quedar a merced del gigante del partido. Apenas dio dos pasos atrás, miró fijamente a la gloria a los ojos, y no le tembló la pierna para ponerla pegadita al palo. La frialdad de un genio. Anoche, alguien cruzó la gruesa línea que separa a un gran futbolista de una leyenda del fútbol.
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