Muchos de los jugadores del Bayer de Münich no fueron capaces de levantarse para poner la pelota en juego después de aquellos 2 minutos fatídicos. Habían tenido la Copa en las manos ya pasado el minuto 90, y nadie podía imaginar la eternidad que quedaba cuando sacó el cuarto árbitro el cartel de 3 minutos de prolongación.
Tanto ingleses como alemanes llegaban pletóricos al final de aquella campaña. Había sido un año tan duro como lleno de gloria. Ambos habían conquistado sus respectivas Copa y Liga domésticas, y sólo aquel partido les separaba de un mágico Triplete. El primer sorteo les deparó un fatídico comienzo. Formaban junto al F.C. Barcelona, el grupo de la muerte de aquella temporada. Tras dejar al conjunto catalán eliminado, el Manchester se deshizo de las potencias italianas. En cuartos fue el Inter. Y en semifinales, la Juve de Zidane y Del Piero, víctima de Mijatovic en la Séptima el año anterior. Los de Münich, acabaron con las aspiraciones del campeón alemán un año antes, el Kaiserlautern, y del equipo revelación, el Dinamo de Kiev de Shevchenko, para llegar a una de las finales más memorables de la historia.
La escuadra de Fergusson formaba con el mítico Schmeichel en la meta, quién colgaría las botas ese mismo año. Aunque llegaba tocado por las ausencias de Keane y Scholes en el medio del campo, contaba con la zurda exquisita de Ryan Giggs y la aún más refinada diestra de David Beckham para jugar la pelota. La delantera compuesta por Yorke y Cole se había ganado el respeto de Europa en los últimos meses. Hitzfel contaba con un consolidado bloque, seguro, efectivo y prácticamente inexpugnable. Una máquina alemana perfectamente engrasada. Kahn bajo palos, el sólido muro Matthaus-Kuffour-Linke-Babbel, la dupla Effenberg-Basler, y las opciones de Jancker y Zickler en ataque ante la baja del hombre ofensivo clave de la temporada, Elber.
Las previsiones señalaban un dominio del conjunto inglés, más combinativo que los alemanes, con acciones puntuales de los hombres de talento del Bayern. Pero como el fútbol no suele dejar sitio para las especulaciones, puso todo patas arriba en el minuto 6. Una falta de Basler ponía por delante a los bávaros y les allanaba el camino. A buen seguro que jamás hubiera imaginado un choque tan plácido, rotundamente dominado y con claras ocasiones de ser sentenciado. Hasta dos balones claros de gol acabaron en la madera.
A veinte minutos del final, los ingleses parecían rendidos. Entonces, a Sir. Alex se le ocurrió agotar sus últimos cartuchos con los delanteros de segunda fila, totalmente eclipsados por la dupla titular. Ole Gunner Solskjaer y el viejo Teddy Sheringham saltaron al césped en el que fue, probablemente, el mejor movimiento de banquillo que se recuerda.
Cuando el cartel luminoso señaló sólo tres minutos de prolongación, la moral inglesa estuvo a punto de desaparecer entre la euforia de un Camp Nou en plena fiesta alemana. Fue en ese preciso instante cuando el balón salió por la línea de fondo y el bueno de David caminó con decisión hacia el córner. Colocó la pelota sin demasiado entusiasmo, pero el caprichoso guante que calza en su bota derecha la puso en la cabeza del meta Schmeichel, que se había incorporado a la desesperada a aquel supuesto último ataque.
Los siguientes 100 segundos fueron un verdadero escándalo. Una delicia para el paladar del fútbol. Únicos y probablemente irrepetibles. Trágicos para unos y mágicos para otros. El portero de los Red Devils no cuajó un gran testarazo, ni York fue capaz de empujarla a la meta. Tampoco la zaga germana atinó en el despeje. Y aunque, en una auténtica combinación de despropósitos, el gran Giggs empalmara una volea bastante defectuosa, el balón cayó en los pies del veterano Sheringham, que batía a bocajarro a Oliver Khan.
Los corazones alemanes se quedaron petrificados, y se disparó la pasión inglesa. Habían conseguido forzar una probablemente injusta prórroga en el descuento. Pero lo peor estaba por llegar. Apenas realizaron el saque de medio, un pelotazo de Neville lo recogió Solskjaer para provocar otro saque de esquina. No había pasado si quiera un minuto. Alemania estaba en shock. La grada de los diablos rojos se encendía y sus voces hacían arder la diestra sutil de Beckham. David volvió a hilar fino y con hilo de seda. Los protagonistas no podían ser otros. Teddy peinó en el primer palo y el propio Ole Gunnar la empujó adentro en el segundo. Collina no necesitaba pitar para dar por concluido el partido. Once eufóricos hombres saltaban mientras otros once, más tantos de la grada y el banquillo, yacían sobre el césped como muertos.
La proeza de los hombres de Fergusson pasó a los libros de historia causando en aquellos muniqueses la mayor desolación que puede sufrir un hombre sobre el terreno de juego.
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